- El poeta murciano nos ofrece, en esta nueva sección de escritores murcianos, una entrevista llena de sentimiento hacia su trabajo.
- “La vida es maravillosa tal como es, incluso con el dolor o precisamente por el dolor”
Eloy Sánchez Rosillo es uno de los poetas más reconocidos de la actualidad. Cuenta en su vida con más de una decena de obras, la última de ellas publicada hace tan solo un año, Quién lo diría. Además, es ganador de dos grandes premios: el primero de ellos, el que le dio a conocer, el Premio Adonáis, obtenido en el año 1977; el último, el Premio Nacional de la Crítica del 2005. De profesión, profesor en la Universidad de Murcia, su ciudad natal, desde hace más de 30 años; de vocación, poeta.
Eloy Sánchez Rosillo nos recibe en su despacho, del que Andrés Trapiello afirma muy acertadamente en el prólogo a Confidencias que siempre se encuentra “en perpetuo y perfecto estado de revista”, para ofrecernos una entrevista en la que recuerda sus inicios en la escritura y en la nos enseña su verdadera pasión: la poesía.
Lleva muchos años escribiendo, incluso ha ganado varios premios. ¿Cuándo empezó a escribir poesía?
El futuro escritor siempre empieza a escribir muy tempranamente por lo general, excepto rarísimos casos. En la adolescencia, empiezas a preguntarte por las cosas del mundo y por tus propias cosas también, y entonces es cuando, si es que estás destinado a ello, coges un papel y empiezas a emborronar allí cosas tratando de imitar a algunos poetas que has ido leyendo. Tú quieres ser como los grandes de esa actividad. Normalmente eso empieza en la juventud, que es cuando descubres tu vocación o, más bien, cuando la vocación te descubre a ti. A los 17 años, que yo había leído ya todo lo que había caído en mis manos, se apoderó de mí eso que llamamos la vocación de tal manera que lo único que podía hacer era estar al servicio de esa vocación. Es decir, estar todo el día y toda la noche leyendo y escribiendo, lo cual era bastante frustrante porque, claro, escribes, pero ves que en nada se parece lo que tú haces, a esa edad, a la gente a la que tú admiras. Pero si estás destinado a ser un verdadero escritor, nada puede contigo.
De niño, entonces, era un gran lector. ¿Recuerda algún libro que leyera en esa edad que le marcara?
Yo caía con mucha frecuencia enfermo de anginas, y entonces no había televisión ni había nada y, si no te querías pegar un tiro ahí en esos tres o cuatros días que estabas en la cama, la única salida que había era leer. Leí cuentos de los hermanos Grimm, de Andersen, luego empecé a leer novelas de aventuras, de Salgari, de Julio Verne…, y poco a poco fui ingresando en una literatura más importante.
Hay alguien que siempre te marca cuando estás ya en edad de ello. A los 17 años, el primer libro que compré fue los dos tomos de la poesía de Juan Ramón Jiménez que había en Aguilar. Esos dos libros son los primeros que leí en mi vida con verdadera vocación ya de escritor, queriendo yo ser alguien que emulara también eso. Los leí de arriba a abajo; por supuesto, no iba a clase nunca: yo me tiraba el día leyendo. Me sentaba al sol, por el final del Malecón, y empezaba a leer, leyendo página a página con una emoción grandísima (no he leído a ningún poeta con tanta emoción como leí a Juan Ramón en aquella época), y luego, por la noche dormiría, ¿no? ¡No! Por la noche también seguía leyendo; es lo único que hacía. Es todo el día y toda la noche y pensar nada más que en eso.
Usted ganó el premio Adonáis…
Sí, eso fue años más tarde. Hay toda una prehistoria que está de los 17 años hasta los 25, que fue cuando empecé a escribir el libro por el que me dieron el premio Adonáis. Allí escribí infinidad de poemas, pero ninguno sobrevivió, gracias a Dios y, además, entonces era muy difícil publicar tanto en revistas como en libros.
¿Qué significó para usted este premio?
Pues el premio Adonáis para mí fue importante en su momento porque me hizo poeta no solo ante los demás (ni siquiera mi madre sabía que hacía poemas; digo mi madre porque mi padre había muerto ya). Entonces yo no sabía si era un poeta o no era un poeta, porque toda la labor que hacía era casi absolutamente secreta o particular, no había contrastado mis poemas con nadie. Entonces, el que me dieran el premio me hizo, digamos, entre comillas, poeta ante los demás, pero sobre todo me hizo poeta ante mí mismo, porque dije “no sé, si los demás piensan que esto no está mal del todo, será que a lo mejor algo hay; hombre, no será como Dante o como Garcilaso, porque soy muy joven aún, pero si sigo trabajando, pues a lo mejor puedo hacer algo”, y eso es lo que hice.
Es sus libros aparece mucho el verano y ha comentado que, en su juventud, pasaba el día leyendo al sol. ¿Por qué es tan importante para usted esta estación?
El verano es como el momento de mayor plenitud del año. Simboliza en mi poesía el momento en que todo está más vivo y más pleno, y por eso me encanta porque, a parte, también se junta en nuestra tradición que es cuando menos trabajo tiene uno, cuando más disponible está para mirar el mundo, para escribir, para ver a la gente que pasa, las muchachas en la playa; entonces, claro, es una estación hermosa, aunque luego el calor de Murcia no sea cualquier cosa (risas).
A partir de su poemario Quién lo diría hay un tono diferente. ¿Ha cambiado algo?
En realidad el cambio se produce antes. Mi poesía empezó siendo elegíaca. El joven le pide tanto a la vida que parece que la vida le da pocas cosas o que le regatea cosas, y entones cae en la melancolía; yo así era cuando era joven. Cuando ya tienes más edad y más experiencia, te das cuenta de que la vida es maravillosa tal como es, incluso con el dolor o precisamente por el dolor; el dolor es la piedra con la que contrastamos la alegría: sabemos que existe la alegría porque existe el dolor. Es bonito ver el sol, ver ese árbol, ver una muchacha, que te dé el aire… es una maravilla estar en el mundo. Entonces, mi manera de hacer poesía fue cambiando de una poesía elegíaca a una poesía celebrativa o hímnica. Es la visión que yo tengo actualmente de la vida.
Quizá no haya logrado ninguna cosa que merezca la pena, pero ese trabajo a mí sí que me ha merecido la pena, porque he sido, no te diré feliz en el sentido convencional de esa palabra, sino profundamente feliz, es decir, feliz y desgraciado a la vez con ese trabajo, pero no lo cambiaría por ningún otro.
¿Cuál es su inspiración?
El poeta puede hablar de todo en la vida; hasta la cosa más insignificante de la vida puede ser motivo de un poema. Yo creo que toda aquella literatura que procede de la literatura en el fondo es libresca; la literatura tiene que venir directamente de la vida y la vida es todo: cualquier cosa, grande o pequeña, sirve para hacer un poema grande o pequeño.
¿Qué es para usted la poesía y qué significa en su vida?
Ha sido, desde luego, el centro de mi vida. A los 17 años descubrí mi vocación y, desde entonces, no he podido zafarme de ella. He estado al servicio de esa vocación día y noche. Siempre he tenido conciencia de que mi camino en el mundo (quizás es una conciencia que he tenido totalmente equivocada, pero, en fin), que mi camino en el mundo era ese, y en eso sí puedo decir que he sido honrado, digamos; he dicho: “Este es mi camino y de aquí no me mueve nadie, y yo mismo tengo que estar a la altura de este destino que me ha caído, de esta vocación que me ha caído que no todo el mundo la tiene”. Eso es un don, es como un regalo que te hace la vida, entonces, tengo que dar hasta la última gota de mi sangre en el cumplimiento de esta vocación,y así he tenido la suerte de no desfallecer. Eso no quiere decir que mis poemas sean buenos, pero yo he hecho todo lo posible por que lo fueran.
El poeta, o cualquier artista, es una mezcla de talento -tienes que haber nacido para eso-, ilusión y voluntad. Y, por suerte, nunca me han abandonado esas tres condiciones, y sigo cada vez más enamorado de ese trabajo mío, porque es una maravilla; el tratar de hacer con las palabras de cada día unos poemas que salen de la nada y que puedan ser hermosos… Me parece que es uno de los trabajos más altos a los que puede aspirar el ser humano, y estoy orgulloso realmente de haberlo intentado; me emociona haber estado en el mundo así.
Quizá no haya logrado ninguna cosa que merezca la pena, pero ese trabajo a mí sí que me ha merecido la pena, porque he sido, no te diré feliz en el sentido convencional de esa palabra, sino profundamente feliz, es decir, feliz y desgraciado a la vez con ese trabajo, pero no lo cambiaría por ningún otro.
¿Cree que si la sociedad leyera más poesía, el mundo cambiaría?
Si la leyera de verdad, sí. Quiero decir, la poesía podría cambiar el mundo muy despaciosamente, porque, claro, desenredar esta madeja de miseria que hemos hecho con el mundo sería cosa de muchos siglos y de muchos años de educación distinta. De todas formas, no sé si podría funcionar el mundo de una manera angélica. El mundo es así y, en fin, la poesía puede consolar a cada uno de los hombres, pero no a los hombres como sociedad o como colectividad. La colectividad se rige siempre por unos principios egoístas; no creo que eso tenga mucha solución.
Muchos le han conocido a través de su labor como profesor de la Facultad de Letras. ¿Cómo le gustaría que le recordaran sus alumnos?
¿Cómo profesor? Hombre, te diré que mi verdadera vocación, y creo que en esta entrevista queda muy clara, es la de escribir poesía. En mi caso, no he sido un profesor vocacional; ha sido mi profesión. El haber sido profesor es un oficio que he hecho tratando de cumplir con mi obligación y tratando a los alumnos como a seres humanos. Como a mí me gustaría realmente que me recordaran no es que dijeran “qué sabio era este hombre” o “cuántas cosas nos enseñó”, sino decir “siempre nos trató con respeto y con humanidad y, en cualquier caso, siempre vi que estaba antes el hombre que el profesor”. Creo que eso es lo fundamental.
El poeta, o cualquier artista, es una mezcla de talento -tienes que haber nacido para eso-, ilusión y voluntad.
Y en sus lectores, ¿qué huella le gustaría dejar?
Hombre, me gustaría que alguien, tanto ahora como en el futuro, pues diga: “Mereció la pena que este hombre entregara su vida a la literatura, porque algún poema bueno ha quedado”. Que me recordaran como alguien que ha hecho algo hermoso y que aún le vale a él.
Un autor y una obra que considere imprescindible.
Un autor, Homero. Sus dos obras son lo más alto que se ha escrito nunca: La Ilíada y La Odisea. Y luego, si no queremos emplear tanto tiempo, poemas más cortitos pero tan inmensos como La Ilíada o La Odisea, pues cualquiera de los Emily Dickinson, por ejemplo. Emily Dickinson, la gran poeta norteamericana del siglo XIX, me parece uno de los poetas fundamentales del mundo.
Esperamos pronto su próximo libro y que nos siga deleitando con la poesía tan sentimental que le caracteriza.