Manuel Moyano, al que ya conocemos por sus anteriores publicaciones (El imperio de Yegorov, La agenda negra o El abismo verde, entre otras), ha editado con Pez de Plata su última obra: Los reinos de Otrora. Una novela que nos transportará a países imaginarios, en los que el protagonista y su tío se verán envueltos en múltiples aventuras.
Este libro recuerda a las clásicas obras de viajes, como, por ejemplo, la de Marco Polo. ¿Se ha inspirado en alguna de ellas para escribirlo?
Lo cierto es que no me di cuenta de la analogía con Marco Polo hasta hace muy poco, con el libro ya publicado, cuando tuve que redactar un texto para la revista Zenda. Al reflexionar sobre él me percaté de las evidentes semejanzas: un mundo real pero fabuloso por el que transita el narrador junto a su tío (Polo viajó, de hecho, junto a su tío Maffeo y su padre); un mundo que, además, tiene un claro aire oriental. José Óscar López ha calificado el ambiente de Los reinos de Otrora de bizantino.
El tío del protagonista cree que «todo acto humano debe resignarse al olvido» y por ello no escribe un libro sobre sus viajes. ¿Qué cree que hubiera pasado si todos nuestros antepasados hubieran pensado de esta manera?, ¿existiría la literatura tal y como la conocemos hoy en día?
Es evidente que la literatura nace de lo contrario, de un deseo de dejar huella. De hecho, la escritura empezó entre los sumerios como un mero sistema contable, pero pronto derivó hacia el propósito de conservar la memoria. Al ser humano le aterroriza la fragilidad y la transitoriedad no ya de su existencia individual, sino del conjunto de la sociedad a la que pertenece. El transcurso del tiempo acaba borrando del mapa todos los imperios. También Estados Unidos será algún día un vago recuerdo perdido entre las brumas de la memoria. De los imperios sólo termina quedando un montón de piedras y su historia escrita (que es, a fin de cuentas, literatura).
El personaje de El Quijote es importante en uno de sus relatos. ¿Por qué ha escogido a Alonso Quijano?
No me propuse de una forma deliberada hacer aparecer a un personaje que fuese un antecedente de Alonso Quijano. De algún modo, surgió durante el proceso de escritura. No recuerdo ya exactamente cómo. En cualquier caso, Alonso Quijano es uno de esos personajes que han conseguido el milagro de salir del papel, de estar de alguna manera incluso en la mente de aquellas personas que jamás leyeron sus aventuras. Esto ocurrió seguramente más allá del propósito de Cervantes cuando las escribió. Simplemente, sucedió.
¿Cómo describiría Los reinos de Otrora?
El género de la novela empezó a existir como tal a partir precisamente de El Quijote. En ella, la psicología de los personajes pasó a un primer plano. Pero, hasta entonces, los libros medievales constaban de una sucesión de cuentos. Pensemos en Las mil y una noches, el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, el Calila e Dimna, El conde Lucanor... Incluso el propio Quijote tiene aún mucho de eso. Con Los reinos de Otrora regreso a esa tradición de la protonovela, podríamos llamarla así. Los personajes principales se mantienen a lo largo de todo el libro, pero cada capítulo o cada episodio puede leerse como un cuento individual donde, no obstante, se da una cierta progresión en los protagonistas.
Ese mundo que crea, esos reinos, ¿están configurados pensando en algún lugar específico?
Ciertamente no, en ningún lugar específico, salvo Isapán o Ispaán, que secretamente (o no tan secretamente) es nuestro país. Lo único es que las ambiciones, mezquindades o pasiones reflejadas en él pueden pertenecer a cualquier lugar o época, porque son propios del ser humano, de ese Homo sapiens al que pertenecemos tú y yo y los lectores de esta entrevista.
Las novelas de aventuras son el género que más ha cultivado. ¿Qué considera que debe tener una buena obra de aventuras?
Sencillamente, descreo de la idea de que la buena literatura tenga que ser aburrida. Pero tampoco me gustan los libros (ni las películas) que consistan en una mera serie de peripecias. Existe un punto de equilibro entre la narración sucesiva de episodios y aventuras y el calado filosófico o psicológico que pueda tener un libro. Yo intento alcanzar ese punto de equilibrio.
Su protagonista dice de un momento de su vida: «Empecé a sospechar que los libros podían ser un espejo del mundo y aprendí a amar su olor y su tacto, a codiciarlos como piedras preciosas». Si los libros son un reflejo del mundo, ¿significa eso que también son un reflejo del escritor?
Necesariamente, porque los libros no se escriben solos. Los escribe alguien, y ese alguien tamiza la realidad o como queramos llamar al no-yo a través de su mente. Por tanto, todo escritor está reflejado —lo quiera o no— en sus libros desde el momento en que decide o selecciona qué hechos narra y cuáles no. Pero también debemos pensar que las personas no son tan singulares. “Todos los hombres son el mismo hombre”, decía Borges. O sea, que esos reflejos del mundo que son los libros no son tan distintos entre sí.
¿Y qué opinión tiene de la autoficción, tan popular en la actualidad?
No es un género que me disguste, sino todo lo contrario. Cada vez me gusta leer menos ficción y más “realidad”, por llamarlo así. Tal vez la vida nos ofrece ya suficientes historias para que sea necesario inventar otras. A eso tiendo últimamente, y reflejo de ello es el diario que escribo semanalmente para este periódico, Polvo en los zapatos. Sólo veo en la autoficción el peligro de que conduzca a un yoísmo mal llevado, a un exceso de egocentrismo que resulte incómodo para el lector.
Habla, en la novela, del tacto y del olor del papel. ¿Qué opina sobre la irrupción del libro digital?
Por lo que tengo entendido, y en contra de los augurios de los últimos años, parece ser que no termina de cuajar. No lo sé. Yo, particularmente, nunca creo que me pase al libro digital. No tanto por el soporte sobre el que se lee (pantalla o papel), sino porque opino que todo libro, toda obra de arte, debe conservar su singularidad, y creo que esa singularidad se pierde en un archivo digital donde puede haber almacenados miles de libros como si fuesen granos de trigo. Igual me pasa con la música. Prefiero tener y escuchar cada cedé de forma individual. Así fue como los concibió el artista que los alumbró.
«Hasta entonces no había imaginado que los hombres pudiesen trazar tan refinados planes para hacer el mal a sus semejantes. […] Pero yo era un pobre zagal imberbe, y aún no se me habían abierto los ojos respecto a la verdad de la condición humana». ¿La verdadera condición humana es hacer el mal?
No, no creo que la verdadera condición humana consista sólo en hacer el mal, pero es evidente que el mal existe. Quizá no como concepto religioso, pero sí como el egoísmo llevado al límite, como la falta de solidaridad o de empatía hacia los demás, como el deseo incluso de provocar deliberadamente el dolor ajeno. Recientemente estuve en el campo de concentración de Auswichtz y pude comprobar —con horror— hasta qué punto algunos seres humanos pueden recrearse o regocijarse en hacer sufrir a otros.
«La más de la gente en todas las naciones prefiere expresarse con largos circunloquios y darle vueltas a las cosas en vez de decirlas directamente». ¿A veces puede pasar esto por miedo a la respuesta que se pueda obtener?
No sabría decir si se trata de miedo. En cualquier caso, pocos humanos propenden a ser sintéticos en la forma de expresarse. Para bien o para mal, yo no puedo evitarlo. Tal vez se deba en parte a mi formación académica, que es de ingeniero, aunque creo que ya vine con esa característica de fábrica.
No obstante, para crear una novela, hay autores que necesitan utilizar estos circunloquios. Usted mencionaba en otra ocasión que tendía a ser concentrado y contar en pocas páginas lo que otro escritor relata en cincuenta. ¿Esto juega a su favor o en contra?
Para mí, desde el punto de vista literario, juega a favor, porque la literatura que prefiero leer es sintética. Hay que ser muy bueno para internarse en largos circunloquios y no perder calidad. Ahora bien, si me lo preguntas desde el punto de vista del éxito como escritor, es evidente que hoy día parece necesario estirar las situaciones descritas o narradas hasta la náusea. O sea, que en ese sentido jugaría en mi contra.
«Nuestra vida y nuestra muerte son hechos demasiado insignificantes para concernirle a los astros». ¿Cree en el destino?
Sin duda la suma de actos y decisiones que tomamos a lo largo de la vida, así como las cosas que ocurren fuera de nuestra influencia (desde la herencia genética hasta las catástrofes naturales o sociales) labran nuestro destino, y la suma de todos estos factores nos conduce inevitablemente a una determinada posición en el universo. Lo que creo imposible es que ese destino pueda serle revelado a alguien con antelación. Hay demasiados factores en juego, demasiados imponderables para introducirlos en una fabulosa fórmula matemática y saber qué será de nosotros dentro de diez años. Sólo podemos suponerlo.
¿Piensa en su futuro alguna vez?
No pienso en el futuro más de lo que lo piensa un ser humano medio. Ahora bien, tal vez querría no pensar en absoluto en él, vivir en una especie de carpe diem perpetuo. Sé que es imposible; de hecho, el puro carpe diem sería incompatible con escribir. Se escribe pensando en que alguien leerá lo que escribes.
«Que nuestra existencia es ilusoria, que no tenemos ninguna misión en este mundo, que nadie trazó un plan para nosotros». ¿Usted piensa que tenemos un plan, que hemos venido para algo?
En absoluto. No existe ningún plan. El universo no se creó para nosotros. El cosmos no tiene ningún interés en que lleguemos a ningún sitio. ¿Acaso le importa a alguien si un termitero alcanzará más o menos altura, si una musaraña vivirá más o menos años? Si creemos tener alguna misión, es porque nos la hemos inventado nosotros.
«Quizás olvidar sea un acto de piedad hacia uno mismo». ¿Cree que el olvido puede llegar a salvarnos?
Muchas personas tienen tendencia a vivir en el pasado y en el futuro, pero no en el presente. No me excluyo. En ocasiones, el pasado puede convertirse en un lastre: lo que nos ocurrió, lo que hicimos, lo que debimos hacer pero no hicimos… Si uno consigue deshacerse de ese lastre, caminará sin duda más ligero por la vida.
Un libro que recomiende.
Podría recomendar muchos y “des-recomendar” todavía más. Me limitaré a citar un clásico que he releído recientemente: Secuestrado, de Robert Louis Stevenson. Los mejores libros de Stevenson tienen un encanto difícil de superar.
Vía La Opinión.